Largas filas, locales de votación llenos de gente e, incluso, personas que se quedaron sin votar fue la tónica que vimos este domingo en la jornada electoral. Sin embargo, las cifras indican que se registró una participación levemente más alta respecto a las elecciones presidenciales del 2017, congregando este año poco más de un 47% del padrón electoral, es decir, cerca de 7,1 millones de votantes de un universo de 15 millones de personas con capacidad de sufragar. ¿Positivo? Para nada, pues significa que nuestros representantes siguen siendo elegidos por menos de la mitad de los ciudadanos y ciudadanas del país. ¿Qué piensa ese 53%? ¿Qué esperan de nuestro sistema político?
Ya es alarmante constatar que las autoridades son elegidas por menos de la mitad de la población, más triste es aún que la urna sea el único mecanismo de participación que la gran mayoría reconoce. Se nos olvida que la votación no es la única forma de participar en las decisiones de la vida pública, sino que el primer peldaño.
Hoy que estamos discutiendo una nueva Constitución, más que cuestionarnos sobre el voto obligatorio, es el momento de preguntarnos qué tipo de democracia queremos para el futuro de Chile. Se ha demostrado que cuando la gente siente una causa como propia se moviliza y encuentra las formas de participación creadas en la institucionalidad y, de no existir, las genera a la fuerza, cuál olla de presión.
En el papel, la Constitución vigente de 1980, plantea que Chile es una república democrática, pero no le da características a dicho sistema político, asunto clave para conducir la participación de la ciudadanía en los asuntos de la vida pública. En tanto, más allá de lo escrito, la realidad nos habla de una democracia representativa, en la que son las autoridades elegidas quienes toman todas las decisiones.
Así, los resultados de los últimos 30 años bajo este sistema son una ciudadanía poco acostumbrada a la toma de decisiones (más allá de las elecciones), además de una relación instrumental y clientelar entre las autoridades y las organizaciones de la sociedad civil.
La nueva Constitución debe fortalecer el rol de la sociedad civil en la toma de decisiones, garantizando espacios vinculantes y no meramente consultivos. Son justamente las organizaciones de la sociedad civil las más validadas por la ciudadanía para encauzar las demandas sociales. ¿Por qué? Por su cercanía con las personas y el tremendo despliegue territorial que demuestran.
Surgen, por tanto, alternativas a la democracia representativa que se ven en algunas partes del mundo como la democracia participativa, por ejemplo.
El modelo participativo consiste en que las autoridades tienen en cuenta la voz y el voto de los ciudadanos y ciudadanas antes de tomar decisiones e, incluso, en ciertos temas preestablecidos se entrega el poder deliberativo y vinculante directamente a las personas, entregando así una forma para que la ciudadanía pueda incidir en los asuntos públicos. Es lo que algunos teóricos han llamado la “democracia 3D”, pues requiere no sólo de autoridades e instituciones funcionando bien, sino que además a una ciudadanía más atenta, informada e involucrada en los asuntos públicos, a través de espacios de consulta, deliberación y decisión.
Una democracia fuerte es un ejercicio constante de esfuerzo, interés y búsqueda del bien común. Nuestra sociedad debe trabajar para fortalecer el músculo de la participación y una nueva Constitución que se quede en una democracia sólo representativa nos llevará en la misma dirección previa al 18 de octubre; con un grupo privilegiado en la toma de decisiones y una ciudadanía que mira desde la vereda de enfrente.
Si avanzamos hacia una democracia representativa que dé espacios para que las personas se organicen, expresen y decidan sobre los temas que les aquejan directamente, quizás consigamos que ese 53% de ciudadanos y ciudadanas que optan libremente por automarginarse del (único) ejercicio de democracia existente, vean por fin oportunidades para participar y trabajar, en conjunto, por una mejor sociedad.